«No somos buenitas ni tenemos por qué serlo»

Publicado el Ene 5, 1993

Clara Coria, psicóloga, habla sobre las mujeres

Por: Lily Urdinola
Santiago de Chile, 1993

A descifrar el sexo oculto del dinero vino de Argentina esta conocida psicóloga. Desenmascaradora profesional de prejuicios, dice que sólo va a descansar el día en que temas como el éxito, la plata y el poder tengan el mismo significado para los hombres y para las mujeres. Su misión en Santiago consistió en enseñarle a un grupo de damas a ponerle justo precio a su trabajo, y a no temerles a las culpas, a la competencia ni a la soledad. En recordarles, en fin, que la ley pareja no es dura.

Clara Coria empezó a sospechar que el dinero tenía sexo cuando descubrió su propia incomodidad para abordar aquellas situaciones donde hubiese cifras de por medio. Aprovechando su profesión de psicóloga, se dedicó a investigar el problema para ver cuán típico o atípico era su caso. Los primeros invitados al banquillo fueron los humanos más antiguos en materia de gimnasia monetaria: los varones. A éstos les siguieron las mujeres y, finalmente, ellas y ellos analizaron el tema en conjunto.

A tal punto le impresionó a Coria lo que oyó, que ya ha publicado tres libros al respecto —El sexo oculto del dineroEl dinero en la pareja y Los laberintos del éxito— y ha dictado varias decenas de conferencias sobre el asunto en América Latina y Europa. En Santiago realizó dos talleres para mujeres —invitada por el equipo de profesionales de ApareSer— acerca del dinero y el éxito: cómo trabajarlos, cómo vivirlos y cómo utilizarlos bien, tópicos que, después de trece años de haberlos rumiado y explicado hasta la saciedad, todavía le hacen a esta psicóloga segregar adrenalina cuando percibe el inmenso desconocimiento que existe en la materia.

Un poco más libre
Con 51 años, con unos dientes fortalecidos con buen bife y con sus manos largas y nervudas, la profesional explicó con franqueza porteña y dosificada ironía cuán tramposo, mezquino e importante es el camino hacia la apetecible realización personal.

-¿Qué la llevó a interesarse por el tema de las relaciones de la mujer con el poder, el dinero y el éxito?

-Empecé en 1979. Por dos motivos estrictamente personales. Yo amo profundamente la libertad y la independencia, y pienso que una persona realmente alcanza su satisfacción personal si logra desarrollar al máximo —y dentro de lo que los seres humanos podemos— esta posibilidad de independencia. Sin independencia económica no hay posibilidad de autonomía. Por otra parte, me daba cuenta de que, a pesar de ser yo una mujer que trabajó desde muy joven y que había afrontado sola problemas bastantes difíciles, cada vez que tenía que enfrentar situaciones de dinero sentía una violencia interna y una taquicardia que no se justificaban por mi historia. Si hubiese sido una mujer que sólo estuvo dentro del hogar, que nunca trabajó fuera, y que siempre fue muy dependiente, lo habría entendido. Pero como ésta no era la situación, comprendí que algo raro pasaba y decidí investigarlo.
Quería ser un poco más libre desde adentro, no sólo desde afuera. Ya era independiente económicamente porque ganaba dinero, pero no era autónoma. Y ser independiente sin autonomía es lo mismo que votar sin estar en los lugares de poder. Hace muchos años que las mujeres votamos y eso no significa que hayamos accedido a los lugares de poder. Participamos, nada más.

-¿Es usted casada?

-Sí, soy casada. Por tercera vez.

-¿Por qué fracasó en los matrimonios anteriores: por culpa de la independencia económica o de la autonomía?

-Notaba profundas insatisfacciones en mi relación de pareja. Por culpa de él y por culpa mía, como sucede siempre. Me di cuenta de que sólo tenía dos opciones: o vivía el resto de mi vida con esa insatisfacción —que al final se traduce en un rictus de vejez y de desagrado y que iba a terminar por avinagrarme el carácter y perjudicar a quienes estaban a mi lado— o intentaba rehacerla. Cuando concluí que no existía la menor posibilidad de cambio, opté por buscar una situación donde estuviera satisfecha y finalmente la encontré.

-¿Cuánto tiempo hace que la encontró?

-Doce, trece años.

Fuertes sorpresas

-Desde que usted inició sus investigaciones sobre las flaquezas económicas de la mujer, ¿hemos avanzado algo?

-Sí. Con adelantos y retrocesos, como son todos estos cambios. Sin embargo, pienso que ahora muchas mujeres tienen bastante más conciencia de que sin independencia económica sus límites son muy estrechos y que, además, el amor no está reñido con aquélla. Al contrario: diría que un buen amor es el que se sostiene entre dos personas que no desean poseer a la otra y someterla, limitarla, y tenerla a su disposición, sino que quieren vivir en libertad con otro ser que también es libre. Para eso es fundamental la independencia económica.

-Pareciera que lo que perjudica la relación de pareja no es la independencia económica, sino la autonomía…

-Hay cosas muy raras. Preocupada por saber lo que sucedía dentro de la pareja, formé grupos con mujeres empresarias, partiendo de las hipótesis de que éstas —que habían sido exitosas en el manejo de sus empresas— tenían que saber de dinero. Me encontré con sorpresas muy fuertes —entre otras— que al cabo de un tiempo muchas de ellas se las ingeniaban para incorporar a sus maridos a las empresas, lo cual tendía a ocurrir en momentos en que los esposos enfrentaban problemas económicos o estaban sin trabajo. Al poco tiempo de integrados éstos a las empresas, las mujeres les delegaban funciones, y al asumir los maridos la dirección económica y financiera, se volvía a dar en la empresa la tradicional distribución que hay en las tareas hogareñas: él, a cargo de lo económico; ella, de la parte invisible: del personal, de la administración, etcétera. Al final, las mujeres terminaban pidiéndoles dinero, rindiéndoles cuentas y perdiendo la autonomía que legítimamente se habían ganado. Este tipo de experiencias lo lleva a uno a pensar qué es lo que a las mujeres las hace no valorar esa necesidad de autonomía. Pienso que una explicación posible sería la existencia de ciertas creencias, como por ejemplo que lo único importante en la vida es el amor. Pero el amor entendido como sumisión al varón. A un varón que, para amarlo, hay que sentirlo como superior. Creo que tanto las mujeres como los hombres vivimos dentro de una sociedad patriarcal y tenemos metido dentro de nosotros ciertas imágenes de lo que se supone son una buena mujer y un buen marido. A muchas mujeres todavía les resuena la idea de que un varón querible, excitante y atractivo debe ser un hombre bien macho, bien potente, bien duro y con dinero. Y si no lo tienen, entonces lo inventan y lo colocan en un pedestal».

-¿Está igual de arraigada esta creencia en las mujeres jóvenes?

-Las jóvenes tienen una autonomía muy parecida a la de su pareja hasta que aparecen los hijos. En ese momento se nota quién es la que cede los espacios de desarrollo personal —en el ámbito público— para concentrar la atención en los hijos.

Dinero en el bolsillo

-Dicen que una gran y nueva fuente de conflictos entre las parejas es que en algunos casos la mujer gana más.

-Cuando una mujer gana más dinero, significa algo así como «mantener» al varón, y eso transgrede las imágenes de masculinidad y feminidad que se han incorporado a través de la cultura. A ella se la tildará de poco femenina y a él de poco hombre. Pero, por supuesto, sobre este punto no se puede generalizar.

-¿Y qué solución tiene usted para las parejas que le llevan este problema a su consulta?

-Primero, tratar de hacerles entender que si alguien gana más, ello puede ser muy beneficioso para los dos. Y, segundo, tratar de ver qué es lo que realmente molesta del hecho de que uno gane más que el otro. Considero que una de las cosas que pueden desagradar es que, como a través del dinero se miden los grados de libertad, se supone que el que gana más tiene más libertad que el que gana menos. Y cuando hablo de libertad me refiero a tener más dinero en el bolsillo y a ser el que toma las decisiones.

-¿Lo sano es, entonces, hacer fondo común para evitar que haya sometedores y sometidos?

-No es tan así. Esto es muy complejo. Porque, por lo que he podido observar, muchas de esas mujeres que ganan más son las que, al final, terminan siendo más perjudicadas, incluso por sus maridos. Los hombres no tienen ninguna dificultad en compartir el dinero. Sienten que éste les corresponde legítimamente, y así como portan su pene con toda comodidad, también portan el dinero, sea propio o ajeno. Cuando son ellos los que tienen mucho dinero, en general no lo ponen todo a disposición de sus mujeres y, si colocan una parte, las mujeres no se sienten cómodas ni con la misma soltura para manejarlo tal como lo harían los varones. Llegadas las situaciones críticas, las mujeres siempre terminan perdiendo. Los hombres, en cambio, pierden muy pocas veces.

-¿Será por eso que muchas mujeres comentan que la peor idea que han tenido en su vida es haberle ofrecido al marido compartir los gastos de la casa a mitades?

-Cuando el hombre dice «vayamos al cincuenta por ciento», tanto él como ella colocan una mitad, pero en verdad la mujer aporta un veinte o treinta por ciento más al estar pendiente de que el personal de servicio funcione, de que los chicos vayan al colegio, en llamar al médico cuando se requiere. Y a ello hay que agregar un porcentaje de energía afectiva que es adicional. Este tipo de arreglo es un engaño. Quien tiene esta tarea —que generalmente es la mujer— realiza, en rigor, un aporte en especie al presupuesto familiar.

-¿Y usted piensa, sinceramente, que los hombres están dispuestos a aceptar esa transacción?

-Creo que no. Y la causa es una regla de conducta muy general del ser humano; la gente que tiene privilegios no acepta perderlos. Por eso es que los cambios los tienen que realizar, necesaria y desgraciadamente, aquellos que están en peores condiciones. En lo que al género respecta, los tienen que hacer las mujeres; en lo que se refiere a las razas, los deben llevar a cabo aquellos que, por pertenecer a colectividades distintas, se sienten marginados. No es extraño oír a algunas mujeres decir que sus maridos son colaboradores porque las ayudan mucho. Esas palabras —ayudador y colaborador— son claves. Cuando una mujer habla de que tiene un marido colaborador, lo que está diciendo es que está convencida de que toda la tarea doméstica le corresponde a ella, que es su responsabilidad, y que lo único que él hace es colaborar. Por eso, agregan: «me levantó la mesa,» «me sacó los platos», «me ayuda con los niños». Sin embargo, la verdad es que los niños son de los dos, los platos son de los dos, la comida es de los dos y la basura es de los dos. De manera que, cuando un hombre hace algo, está haciendo, simplemente, una mínima parte de lo que le corresponde.

-¿Entonces, uno de los cambios podría ser que el trabajo doméstico fuese remunerado?

-Se han realizado muchas estimaciones sobre cuántas horas invierten las mujeres en planchar, lavar, cocinar, atender, etcétera. También hay economistas que han mostrado que cuando un hombre es soltero, paga equis monto a una empleada para que le haga las tareas domésticas y que cuando se casa deja de hacerlo porque ya tiene la servidumbre adentro. Pero a mí me gustaría hacer hincapié en otro punto, no relacionado tanto con cuánto cuesta y con cuánto habría que pagarle al ama de casa —pese a que soy una convencida de que hay que remunerarla de alguna manera— sino con algo de lo que generalmente no se habla: de los costos. El trabajo doméstico tiene un costo que es la enfermedad, porque es rutinario, monótono y, además no genera estímulos ni produce desafíos, lo que va en detrimento tanto del intelecto como de la creatividad, las que se van así atrofiando. Una persona que se dedica exclusivamente a las tareas domésticas termina embrutecida y limitada en sus posibilidades Ese es un costo irreversible. Por lo tanto, el ama de casa no está sólo en una situación de dependencia y servidumbre, sino que además se va deteriorando día a día.

Cambiar de hombre

Esos son los costos. Ahora hablemos de las culpas. Por ejemplo, a una mujer que trabaja fuera se le cae el niño a la piscina y se le ahoga. La pregunta de todo el mundo es «¿y dónde estaba la mamá?» ¿Cómo se saca uno esa culpa de encima?

-Es difícil que las mujeres se saquen las culpas de encima porque no viven solas, viven con los hombres, y además hay todo un establishment que dice que las mujeres somos responsables de todo lo que les pasa a los niños. En épocas de droga aducen que las madres tenemos la culpa porque «si los hubiésemos cuidado mejor…» Considero que éstas son maniobras sutiles de sometimiento que están implementadas por la sociedad y por los gobiernos, desde la educación, el trabajo, desde todos los ámbitos. Lo que pasa es que esto se engancha con otra cosa. A las mujeres nos han hecho creer —y lo terminamos creyendo— que somos más femeninas cuanto mejores madres somos, y que somos mejores madres cuanto más incondicionales, más abnegadas y más altruistas seamos. En el lenguaje común se dice que una madre que no atiende a su hijo es una madre desnaturalizada, pero nadie dice que un hombre que desaparece y que no ve al hijo hasta que éste cumple 15 años sea un padre desnaturalizado o que no es hombre. Simplemente es un tipo que se fue, un irresponsable. A las mujeres les cuesta mucho no sentirse culpables, porque no funcionar como madre es casi dejar de ser mujer, dejar de ser humano. Es un ataque muy profundo a la identidad.

-Ya que no podremos sacarnos nunca las culpas, ¿tiene usted alguna fórmula para sobrevivir con ellas?

-Las mujeres tendríamos que empezar a pensar en los hombres de manera distinta. Deberíamos comenzar a cambiar, dentro de nuestras cabezas y nuestros corazones, la imagen de aquel todopoderoso que se luce y a cuyos pies caemos rendidas; a pensar que el hombre que es realmente atractivo e interesante es el que nos considera su igual y que está dispuesto a compartir con nosotras una trayectoria de vida. La primera pregunta que una mujer debería hacerle a un hombre, antes de acostarse con él, es la siguiente: «Decime, ¿a vos te parece que la mierda de los bebés que tengamos debemos limpiarla tanto tú como yo?» Si el hombre dice que sí, hay que seguir adelante. Si dice que no, bueno, lo mejor es cambiar de hombre.

-Puestas sobre la balanza, ¿valen la pena las culpas?

-Respondo con otra pregunta. En el siglo pasado, cuando los negros en Estados Unidos todavía eran esclavos, ¿valía la pena seguir peleando por la libertad, pese a los azotes que les daban? Los seres humanos no nacieron para ser esclavos y por eso creo que vale la pena. Lo que pasa es que no hay que hacerlo heroicamente, sino que inteligentemente y en los tiempos que son posibles. Si queremos acceder como mujeres a espacios y privilegios que sólo han tenido los varones, tenemos que saber que somos transgresoras y asumir esta realidad. Pienso que algo que perjudica a las mujeres es que quieren cambiar pero seguir siendo buenitas. Si unan quiere seguir siendo buenita se va a llenar de culpas, de barro y se va a resbalar en forma permanente. Si deseamos cambiar, tenemos que saber que no somos buenitas, que no tenemos por qué serlo y que va a haber mucha gente a la que no le van a gustar nuestros cambios. Le voy a agregar una frase que creo que fue armada por un grupo de feministas chilenas: «Las niñas buenas van al paraíso; las otras, a todas partes».

Se dice que los hombres prefieren a las mujeres sumisas. Y que las otras, las van «a todas partes», van, pero solas.

-El asunto es que las mujeres no nos sigamos preguntando qué prefieren los varones, sino qué es lo que preferimos nosotras. Las mujeres cada vez vienen menos sumisas, y las sumisas a veces son muy tontas. Esto es una cuestión de presión.

-¿Cuál es su consejo para presionar en la dirección correcta?

-En la vida hay diferentes canastas que nos dan distintas satisfacciones. La canasta familiar, la laboral, las amistades, son algunas fuentes de bienestar. No hay que poner nunca los huevos en una sola cesta. Cuando alguien se juega por una sola, se empobrece demasiado. En lo posible hay que tomar de todo.

«No me sirve»

-¿De qué se compone su canasta ideal?

-No es una sino varias, y hay algunas que las pongo en el mismo nivel: la relación con un hombre, la relación con mi hija, la relación con el trabajo y la relación con mis amistades. Si cualquiera de ellas me faltara, me sentiría renga. Trato de disfrutarlas en la medida en que puedo y, como las energías son limitadas, en este momento disfruto con un hombre, no con cinco: tengo una hija, no cinco; y en el trabajo me circunscribo. Fundamentalmente, estoy contenta con la vida.

-¿Y no ha pensado en incluir la cirugía plástica dentro de las canastas?

-No, porque no pienso firmarme pagarés. Es joven aquél al que le brillan los ojos y éstos también brillan con proyectos personales, no sólo con amor. El que me quiera, que me quiera así, y, si no me quiere así, no me sirve. Si para gustarle a un hombre tengo que pasar por la cirugía, él es un sádico y yo… una pelotuda.

-Finalmente, ¿cuándo las mujeres vamos a aprender a negociar? ¿Llegará el día en que tendremos el valor de rebatir los sueldos, de decir no a lo que no es justo?

-Primero hay que ver en el mercado cuánto vale lo propio. Después hay que defenderlo e insistir. Hay que entender que no se es madre de nadie y que tampoco se es una prostituta por estar intercambiando servicios por dinero. Hay que convencerse de que, si uno no lo hace, nadie lo va a hacer por uno. Hay que hacer lo que se pueda, pero hacerlo.

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