Octubre 2002, Año 5 Nº 50, Guatemala
Por: Clara Coria
Me siento profundamente halagada de que la Cuerda me haya invitado a participar en éste, su número 50 con el que festejan años de tenacidad laboriosa y utopías compartidas. En una época en que el mundo pareciera haberse vuelto loco haciendo gala de sus mejores dotes para avasallar libertades y destruir solidaridades, el grupo de mujeres que lleva adelante esta tarea pone en evidencia que el amor y la solidaridad son indemnes a los virus del poder autoritario y discriminador. Además me produce una enorme alegría compartir esta fiesta de producción y esperanza. Soy argentina y vivo en la Argentina con el dolor de transitar uno de los momentos más oscuros de nuestra historia, pero con la convicción profunda de que, a pesar de todo, éste es mi lugar en el mundo y que trataré de hacer lo mejor que pueda con lo que me ha tocado en suerte.En 1999, cuando terminé de investigar y escribir sobre el amor y las mujeres, me propuse un tema nuevo sin llegar a imaginarme que éste llegaría a adquirir dimensiones inmensurables. El tema fue -y sigue siendo- «El cambio y suss fantasmas» desde una perspectiva de género. Les ofrezco en esta ocasión las primeras reflexiones basadas en el material obtenido en los Talleres de Reflexión con mujeres que coordiné ininterrumpidamente hasta ahora.La vida humana es un cambio constante, anhelado y temido, buscado y resistido. La primera condición -necesaria aunque no suficiente- para abordar los cambios que la vida impone es el desprendimiento. Los bebés, que cuando se lanzan a caminar vuelven reiteradamente al gateo, buscan en dicho regreso el reaseguro de lo conocido. Será su capacidad de desprendimiento lo que les permitirá lanzarse a la aventura de descubrir el mundo. Las y los jóvenes que se lanzan a transitar sus caminos por la vida, pero reclaman una y otra vez la protección de sus mayores, acumulan dependencias. Será su capacidad para desprenderse lo que les permitirá construir su propia autonomía. Las personas que empiezan a perder la tersura de la piel suelen instalarse en la queja de una «juventud perdida». Será su capacidad de desprendimiento lo que les permitirá dejar atrás el lamento por el tiempo pasado y tomar posesión del presente, dándose cuenta que no perdieron la juventud sino que la estuvieron usando.Decir que el desprendimiento es condición primera para abordar cambios pareciera ser una afirmación demasiado obvia y hasta casi tonta. Pero la experiencia cotidiana nos muestra que no es tan obvia ni tan tonta. En lo que atañe a las mujeres, existen situaciones muy puntuales donde la dificultad para desprenderse se ve reforzada por condicionamientos de género que las encierran en cárceles invisibles y vitalicias. No resulta fácil, por ejemplo, desprenderse del hábito de seguir siendo la «sostenedora» afectiva y material de hijos cuando éstos dejaron de ser niños hace tiempo. No son pocas las mujeres que fueron capaces de concretar muchos cambios respecto de los modelos tradicionales de sus madres que, sin embargo, sienten que el espacio que quedó vacante por la crianza ya cumplida son espacios y tiempos «vacíos», en lugar de considerarlos como espacios y tiempos «disponibles» para satisfacer deseos postergados o entusiasmos descubiertos.Tampoco resulta fácil para muchas mujeres valorar y aceptar con agrado la propia imagen física de adulta cuando la sociedad patriarcal considera dicho cuerpo como un continente descartable, poco merecedor de placer y amor. En estas condiciones, el desprendimiento por parte de las mujeres de la imagen física juvenil -que es un desprendimiento necesario para aceptar los cambios físicos de la adultez sin vergüenza de sí misma- se convierte en una tarea ciclópea que pocas veces se logra y muchas otras se pretende disimular con cirugías lacerantes que a menudo terminan borrando lo más auténtico de sí mismas.No menos difícil resulta desprenderse de hábitos que se volvieron invisibles de tanto repetirse. Una mujer comentaba: «Yo que soy una mujer moderna y feminista me la paso completando las frases que mi compañero no puede terminar o adivinando lo que empezó a buscar en la casa para facilitarle su encuentro. Creo que, en realidad, una les completa la frase a los maridos para que no se note que están ‘gagá’. ¡Pero a mí nadie me acerca la frase! ¡Quedo como la gagá que soy! ¡A mí nadie me ayuda cuando abro la heladera y me pregunto qué diablos venía a buscar!»Cerrando muy provisoriamente estas primeras reflexiones, diré que la dificultad humana para el desprendimiento de «lo que ya fue» adquiere para las mujeres una sobrecarga adicional que frena y limita sus capacidades para abordar cambios. Los mandatos patriarcales logran, entre otras cosas, transformar los roles de crianza en hipotecas vitalicias y el cuerpo adulto de la mujer en una carcaza vergonzante de la que sacarán provecho los productores de alimentos «light» y los cirujanos plásticos.